martes, enero 18, 2005

Nuestro Gran Golpe.

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La granja se encontraba a unos cuantos metros de la carretera. El buick azul dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada, sus dos ocupantes se veían cansados, habían hecho un largo trecho del camino a pie hasta encontrar una vulcanizadora.

Entraron lentamente, los perros y las gallinas convivían en un viejo patio, estacionaron entre ladridos y cacareos. El era alto y rubio, con ojos verdes y mirada penetrante; ella era mucho más baja con ojos y pelo castaño.

El ambiente era diferente del de la ciudad, se relajaron y llenaron sus pulmones de aire fresco. Se miraron y una sonrisa de complicidad se dibujó en sus rostros hasta estallar en carcajadas. Había sido un largo día y faltaba aún la mejor parte. La tarea parecía muy fácil, sólo tenían que aguardar allí hasta el anochecer, encontrar al contacto con el que cerrarían el trato y regresar a la ciudad con una buena parte de la mercancía.

La casa estaba desierta, obscurecida por unos viejos cortinajes raídos y llenos de polvo. Un viejo radio sobre una mesa constituía la mayor parte del moviliario. Lo encendieron huyendo de la estática, pasando de una estación a otra hasta encontrar una vieja canción que ambos cantaron. Se sentaron juntos y empezaron a hacer planes. Todo iba a salir bien.

Llegó la noche y salieron sigilosamente dejando las luces encendidas. Sin prender los faros del coche y apenas acelerando para no hacer ruido, recorrieron algunos kilómetros hasta encontrar el portón de la vieja hacienda que les había descrito. Sólo el motor del auto interrumpía el pesado silencio nocturno. El hombre de barba ya estaba allí, él se bajó y en pocos minutos la cajuela estaba lista y el trato cerrado. La parte difícil estaba hecha, ahora sólo tenían que regresar a la ciudad y telefonar al señor Miranda. Les llevaría pocas horas.

Había pocos autos por la recta carretera de dos carriles. Llevaban más de media hora de retraso, él aceleró hasta que el poderoso auto alcanzó los 180 kilómetos por hora. No vió venir la curva.

Johan Miranda esperó inutilmente la llamada durante cuatro horas, no habría pérdidas para el si el negocio no se concretaba; no debió confiar en ellos, sabía de antemano que al final no se atreverían a hacerlo. Sólo eran dos muchachos.